Micaela Rodríguez denunció a su padre por haber abusado sexualmente de ella durante 12 años. Tuvo ataques de pánico, depresión y un intento de suicidio. Abrió una página en Facebook que ya tiene más de 200.000 seguidores, muchos de ellos que hoy son «jóvenes sobrevivientes»

15 de abril 2016
Carta a mi abusador, a mi progenitor:
A vos, que abusaste de mí por 12 largos años. Me convertí en un juguete, en tu muñeca de trapo. Hacías lo que querías desde que tenía sólo 4 años. Intenté suicidarme a los 15 pero solo terminé internada. Fueron años en los que me lastimaba a mí misma pensando que te lastimaba a vos (…).

Micaela Rodríguez está sentada en un bar de Villa Urquiza. Está rígida, tiene las rodillas juntas, los hombros hacia adentro, la campera de jean puesta y las manos fijas sobre su cartera. No quiere tomar nada y contesta con oraciones cortas. Pide disculpas, dice que escribe mejor de lo que habla, que por eso escribió esa carta. Y que tiene las mejillas coloradas y que su voz tirita porque cuando habla de ésto siente que lo revive. Lo que está por contar es la historia de una chica que, durante toda su infancia y parte de su adolescencia, fue abusada sexualmente por su propio padre.

«Mi primer beso fue con él. Es el primer recuerdo que tengo. Yo iba al jardín, tenía 4 años», arranca Micaela, que ahora tiene 18. «Yo tenía una osita de peluche que se llamaba Corazón y él tenía un gorila que se llamaba Chicho. Me acuerdo que él estaba sentado en mi cama y yo en el piso y me decía que los peluches eran novios y nosotros también. Al principio fue así. Después empezó a tocarme».

El manoseo se volvió parte de la rutina: «Llegaba de trabajar, decía que estaba cansado, que necesitaba unos mimos y que fuéramos a jugar. Esas eran las palabras: ‘necesito unos mimos’. Yo ya iba a la primaria. Mi mamá estaba en la cocina preparando la cena así que no se daba cuenta de nada. Después él empezó a entrar a mi cuarto de noche».

Micaela era una nena y creía, con convicción, en la existencia de hadas, duendes y fantasmas. «Pero no les tenía miedo, al contrario. Cuando sentía el ruido de la puerta de mi cuarto en la oscuridad rogaba que fuera un fantasma, pero después sentía la respiración de mi papá en mi oreja y me daba cuenta de que no era». Su «progenitor», así lo llama ahora, la destapaba, entraba a su cama de una plaza, la besaba en la boca y le tocaba los genitales.

¿Y vos podías hacer algo para evitarlo?
Nada. Yo no gritaba, no me resistía, nada. Era mi papá, se supone que lo que hace tu papá es siempre para tu bien.

Su forma de expresarse era lo que se conoce como «el lenguaje del silencio». No decía nada pero dibujaba con un trazo verde apretado, como si cavara con la fibra. No dibujaba familiares con brazos y piernas de palo («palotes») sino a alguien con rasgos monstruosos.No decía nada pero cuando jugaba con las Barbies las hacía frotarse, les pegaba, las amenazaba y las sacudía del pelo. No decía nada porque su padre le había enseñado tres cosas: que sólo estaban jugando, que a ella también le gustaba el juego y que si mamá se enteraba se iba a enojar.

Pronto, los abusos salieron de la habitación. «Me hacía subir adelante en el auto, me tocaba las piernas y cuando paraba en un semáforo me tocaba más adentro. Después seguía manejando, como si nada. Me llevaba al cine a ver películas de terror y me empezaba a abrazar, me decía ‘no tengas miedo, papá está acá’. A los 7 años me hacía entrar en chats pornográficos y decir que yo era grande para que los otros hombres me hablaran».

Micaela tenía 10 años y un hermano de pocos meses cuando sus padres se separaron. «Me tocaba ir a verlo martes, jueves y fin de semana por medio. El se puso de novio enseguida y cada vez que ella se iba de la casa él empezaba. Entraba cuando me estaba bañando, con la excusa de darme el toallón o preguntarme si el agua estaba linda, y se quedaba mirándome».

Recién cuando empezó el secundario, Micaela pudo empezar a resistirse. «Como a los 14 años empecé a darme cuenta de que algo estaba mal. Él me agarraba, quería que lo besara en la boca y yo me empecé a negar. Entonces me agarraba del cuello, me apretaba del brazo. Yo lo quería empujar y no podía. Por dentro decía ‘Dios dame fuerza en los brazos para empujarlo’, pero no, no funcionaba».

Lo que siguió fue la confusión: «Cuando sos chica te dicen que te cuides de la gente en la calle, que no dejes que nadie te toque en el colegio. Mi abuela me decía que si alguien me ofrecía un chupetín no me fuera con él. Nadie te dice que eso puede pasar con alguien de tu familia. Entonces yo sentía mucha confusión, porque yo lo admiraba, era el sabio de la familia, el culto, el que me corregía las faltas de ortografía. Siempre, después de cada abuso, se ponía a llorar y me decía ‘vos sabes que te amo hijita’. Y yo también terminaba llorando y le contestaba ‘yo también».

Ocurrieron situaciones todavía más graves que Micaela sugiere pero no puede pronunciar. «No sabía cómo decirle a mi mamá, me daba una vergüenza terrible. Le dije que tenía pesadillas con él, que soñaba que me tocaba y se tiraba encima mío, para que sospechara. Mi mamá me llevó a la psicóloga. La psicóloga dijo que era el Complejo de Electra, donde se supone que las nenas manifiestan fascinación por el padre. Que era normal, que eran las fantasías sexuales de cualquier adolescente y que tenía que seguir yendo a verlo».

Fue después de eso que, ya en la esquina oscura del ring, Micaela escribió lo que escribió: «Me metí en Yahoo Respuestas con un nombre falso, donde hay desconocidos que contestan lo que uno pregunta. Escribí: ¿es normal lo que me hace mi papá? Y conté. Todos me empezaron a decir que no, que eso tenía un nombre y se llamaba abuso sexual infantil, que le dijera a alguien en el colegio, que lo denunciara. Yo leía ‘denuncialo’ y me parecía una locura. No quería arruinarle la vida».

Las consecuencia del avasallamiento empezaron a supurar. «Era muy depresiva, tenía ataques de pánico y un dolor permanente en el pecho. Y me empecé a cortar. Sacaba la hojita con filo del sacapuntas y me cortaba los brazos. Me cortaba cuando él se iba y así me bajaba la angustia. Cuando me cortaba sentía que lo estaba lastimando a él, no a mí. A mí no me dolía, me chorreaba la sangre y yo no sentía nada«. Del filo del sacapuntas pasó a los cuchillos. De cortarse los brazos pasó a cortarse los muslos. De hacerlo encerrada en el baño pasó a hacerlo en el colegio.

«Lo hacía para que me citaran a hablar pero cuando me llamaban la conversación quedaba en la superficie. Ellos solo veían que yo siempre quería estar sola, que me llevaba muy mal con mis compañeros, que mientras todos se enamoraban yo odiaba el amor». Micaela seguía sembrando pistas pero aún no podía ponerle palabras. A los 15 llegó el intento de suicidio.

«Tenía que ir a su casa, como había dicho la psicóloga, y no quería. Yo había dejado de tomar las pastillas para la depresión y ese día me las tomé todas juntas. Cuando me empezaron a agarrar los síntomas 
me llevaron al hospital a hacerme un lavaje y quedé internada. La verdad, yo no me quería morir, quería quedar en coma. Quería que pase el tiempo y despertarme siendo grande.Creía que cuando fuera más grande iba a tener más fuerza física para empujarlo y más autoridad para decirle que no». La psicóloga que fue a verla al hospital tampoco pasó la barrera epidérmica: «Le dije que no lo iba hacer más y listo, se quedó tranquila».

Pero Micaela siguió dejando migas de pan: «Empecé a robar en los negocios. Cualquier cosa, gomitas de pelo, pulseritas, después lo contaba. También quise comprar drogas y me arrepentí. Dejé de estudiar, empecé a dejar las pruebas en blanco. Sabía pero las dejaba en blanco. O me iba corriendo del aula. Por eso repetí 2° año. Estaba muy sola, no encajaba en ningún grupo. Nunca fui a un boliche y no fui a ninguno de los dos viajes de egresados. La única vez que tuve algo así como un novio me quiso besar y le pegué. Hasta que me dejó».

Fue en 2015 que abrió un perfil en Facebook llamado «Por una infancia sin dolor». Lo hizo de manera anónima pero desde otro perfil, que sí tenía su nombre, invitó a todos a ponerle «me gusta», incluso al colegio. En el colegio -el ESBA de Villa Urquiza- finalmente reaccionaron: la llamaron, le preguntaron si eso le había pasado a ella y con lo poco que Micaela les contó llamaron a su mamá e hicieron la denuncia. Su «progenitor» -que es contador y trabaja en la AFIP, donde actualmente tiene licencia médica- fue denunciado por «abuso sexual con acceso carnal agravado por el vínculo».

(Adrián Escandar)

(Adrián Escandar)

Recién después de eso Micaela pudo sentarse con su mamá y contarle lo que pudo. Un informe de Unicef llamado «Ocultos a plena luz» dice que 7 de cada 10 niñas/adolescentes abusadas nunca se lo cuentan a nadie ni logran pedir ayuda.

En su perfil en Facebook, que hoy tiene más de 200.000 usuarios, Micaela empezó a tener contacto con «sobrevivientes del abuso sexual infantil», así los llama. Jóvenes que creyeron que el suicidio era la única salida pero lograron salvarse. También con madres, familiares y amigos de esos adolescentes abusados.

«Me hacía bien hablar con ellos. A todas las chicas nos pasaba lo mismo. Rechazábamos a los varones, nos queríamos vengar con todos, por ejemplo. Y empecé a ver en esas historias que los abusadores infantiles no son lo que todos piensan, el delincuente que te persigue en la calle. Eso es un mito. El mío es muy culto y estaba en casa. Tampoco son siempre hombres, hay mujeres abusadoras. Y hay menores que también son abusadores».

En Argentina no existen relevamientos oficiales pero las organizaciones especializadas calculan que 1 de cada 5 chicos es abusado por un familiar directo antes de los 18 años.

Hubo un libro sobre el tema, llamado «El coraje de sanar» que la ayudó a seguir con el proceso. Pero denunciarlo no fue una liberación mágica: «Mi familia paterna me juzgaba mucho, no me creían. Mi abuela dejó de hablarme. Yo la quería mucho a ella. Cada vez que lo veía, porque él seguía yendo a buscar a mi hermano al colegio, tenía que pedirle a alguien que me acompañara a casa. Ahora tiene una restricción de acercamiento. Pero bueno, después la tormenta va pasando y me fui sintiendo un poco mejor».

(Adrián Escandar)

(Adrián Escandar)

Micaela dejó de lastimarse el cuerpo. Todavía no sabe bien qué quiere hacer, aunque cree que va a ser maestra jardinera. Por lo pronto, escribe en su perfil y contesta cuando le preguntan, incluso desde otros países, cómo reconocer a un abusador y cómo darse cuenta si un chico está siendo abusado.

También junta juguetes, camina por la calle y se los regala a los chicos que duermen en la vereda. «Yo perdí mi infancia. Se supone que la infancia es el momento para jugar, no para otra cosa. Creo que por eso les llevo juguetes. Quiero que aprovechen, que todavía pueden jugar«. Después, cuando el grabador se apaga, suelta un suspiro largo y, por primera vez, sonríe. Sigue teniendo las mejillas coloradas. La voz ya no tirita.

Fuente: infobae.com